Hermana Zita (Logroño 1915 – Lima, Monterrico 2009), entró a la congregación en 1939 en Logroño, donde hizo su Noviciado. Desde muy joven fue destinada a América. Primero a La Habana, luego a Colombia, y en Perú estuvo en las dos Casas de Lima y en Arequipa.
Hacia 1980 viajó a España a visitar a su familia. Volvió al Perú y, a partir de allí, nunca más quiso retornar a la patria que la vio nacer.
La mayor parte de su servicio y entrega fue en la Portería, donde con su peculiar caridad, acogida y, sencillez, predicaba el evangelio a tiempo y a destiempo mostrando la felicidad de su vida consagrada.
Mucho amaba a la congregación, a la comunidad, resaltando el trabajo de todas e interesándose por buscar la santidad en su vida diaria y expresar la alegría de su consagración como RMI.
Era notoria su ingenuidad, que transparentaba la pureza de su corazón y de sus intenciones. Su clarividencia, sobre todo en lo trascendente, le hacía relativizar cualquier cosa que pasara.
De manera especial, era acogedora con las jóvenes de la Residencia, a quienes ofrecía sus oraciones y su aliento. A ellas les escribía piadosos consejos en papelitos, y cuando una joven llegaba a la residencia por primera vez, le obsequiaba un porta-cubiertos hecho por ella.
También hacia las hermanas tenía muchos detalles. Su manera peculiar de obsequiar a cada una en su cumpleaños, era leer en el comedor un poema místico compuesto por ella, y darle un regalito sencillo y original que a todas emocionaba. Estos regalitos podían ser zapatos de lana para el invierno o patitos de lana que llenaba de caramelos.
Cuando celebró sus Bodas de Oro, el mismo día de su santo, el 28 de abril, cada hermana la obsequió con un poema y un regalito como a ella le gustaba, sencillo y hecho por ellas.
A las señoras que llegaban a la portería, las tomaba del brazo y las acompañaba, sea al Centro Social o a la Repostería, y en el camino les iba hablando de la vida y misión de Vicenta María. Lo mismo hacía con cuantas personas llegaban a la casa.
En sus últimos años, se la veía paseando por el patio de la comunidad rezando el rosario – marcaba sus intenciones bien universales y congregacionales, en especial por las superioras – y en el oratorio haciendo el “Via Crucis”.
De natural era muy cuidadosa con su salud, valorando su vida. Siempre decía que le hacía “la guerra a la paz” (alusión al cementerio “Jardines de la Paz”). Pero a raíz de una caída, se vio limitada, con temor de caminar sola y sintiendo que se le iban las fuerzas. En ese momento comenzó a expresar su deseo de que Dios se la llevara con Él. Repetía mucho aquello de “grano de trigo soy… cuando quieras me puedes moler”. Y el Señor no tardó en venirle al encuentro.
Falleció a los 94 años. No pasó muchos días en cama, se fue apagando poco a poco. Todo sin hacer ruido, agradeciendo a las hermanas y enfermeras por sus atenciones.
Su serenidad en el trato diario, en la escucha, en la acogida generosa, en una palabra de aliento, tantos detalles y tanto amor expresado a la Congregación y al Señor, nos hace experimentar las ganas de ser mejores RMI. Ese es su legado para nosotras.
Hna. Valentina San Esteban, RMI