Juana de Dios, RMI
Nació en 1880 en Andalucía, España
Fallece a los 90 años, en 1970
¡Qué bien puesto el nombre para esta humilde y sencilla religiosa, originaria de un caserío de Andalucía!. Siempre podemos decir por sus obras, vivió experimentando al Dios atento, cercano, amoroso, comprensivo y sobre todo incondicionalmente fiel.
Salió de Barcelona rumbo a Cuba, cuando los destinos eran para siempre dejando tierra, familia, hermanas de comunidad, pero llevando a un Dios implicado en su pequeñez humana.
La glaucoma la dejó completamente ciega, pero siempre consciente de que el propósito de haber venido al mundo era de que pase lo que pase, para Dios, para su gloria, es que seamos y vivamos felices. Aceptó su ceguera y fue aprendiendo solita los caminos en la clausura de aquella casona de la Habana. Tenía como oficio limpiar los baños de la clausura que los dejaba –según palabras de M. Ma. Redención Navas- hechos un primor.
También le vino una infección a las encías y perdió todos sus dientes. Ni una queja, ni un mal modo, ella seguía trabajando sin parar. Un día le pregunté, H. Juana por qué no le pusieron sus dientes? Y riéndose decía que como estaba ciega, para qué quería dientes…
Enamorada de la Eucaristía pasaba horas y horas frente al Santísimo, donde encontró la suavidad, no sólo de palabras, sino de sentimientos. El Señor le había regalado con un alto grado de contemplación.
La misma M. Ma. de la Redención contaba que un día fue a propósito a observarla enfrascada en la limpieza que hacía. Un día sacando el papel suave del papel higiénico, se bajó la media, tenía una enorme llaga y sobre ella se colocó la bolita de papel para protegerse la herida. Continuó trabajando como si nada le doliera, ni necesitara atención.
A raíz de la revolución cubana, ella con otras hermanas españolas llegaron a Medellín, Colombia. Yo la conocí alrededor del año 67. Ciega como era y su cabeza completamente encorvada, ayudaba en la comunidad a secar la loza de las comidas, en el ropero, separaba la ropa del lavadero, cuando aún se lavaban las sábana de las chicas y por la mañana le ensartábamos con hilo varias agujas, con los que hacía los dobladillos de los trapos de polvo y proveía de los mismos a toda la casa.
Para ir al Oratorio donde pasaba largas horas ante el Señor, esperaba paradita en la puerta de su cuarto. Oía pasos y decía hermana, hermana, y la hermana ocupada en mil cosas no podía detenerse. Esperaba paciente a que pasara otra hermana, pasaba la segunda y pasaba de largo. Hasta que alguna se detenía, la tomaba del brazo y ella iba recitando medio riendo la parábola del buen samaritano, con bondad, con salero, sin amargura.
En los tres años que viví con ella, nunca una queja, un sentimiento de autocompasión, una mala cara, al contrario en ella todo bondad. Del amor de Dios surgía ese manantial profundo de ternura y donde encontró siempre el sentido de su existencia. Cuántas veces las religiosas jóvenes iban a su cuarto a serenarse, y a ponerla al día de todas las actividades con las chicas, lo que le interesaba profundamente, como ella decía, luego para rezar por ellas.
Cuando se sintió ya muy malita, en la cama se le escuchaba cómo hacía coloquios con la Santísima Trinidad. Como era ciega, pude grabarle varios que guardé en un casette y me los pidió la M. Ma. Cruz Gil Marquina que la conocía y quería mucho ya que la había tenido en su comunidad de la Habana.
Ojalá Señor que podamos entregarte una vida llena de ti y de tu amor como H. Juana de Dios, digna hija de Vicenta Ma.
Ma. Cristina López G., RMI