EL ECO DE UNA VIDA DE UN ALMA JUSTA EN SU DICHOSA MUERTE[1]
Imposible a mis fuerzas y al estado de mi ánimo me parece decir algo de Vos, Madre mía. Si desde el cielo donde estáis no venís en mi ayuda. Desde ahí podréis escuchar sin que se malogre el riquísimo tesoro de humildad con que os llegasteis a Dios, el elogio de vuestras virtudes, cuyo perfume aspiramos vuestras hijas, y es hoy nuestro consuelo en medio de la pena de haberos perdido.
¡Dejad que perciban otros sus olores y bendigan a Dios! y contribuid con ello a su mayor gloria, ya que esta fue siempre vuestro anhelo y el único afán de toda vuestra vida. ¡Vuestra vida Madre mía! ¡Yo sólo he visto vuestra muerte! ¡Vuestra muerte! Mejor diré el eco edificante de toda vuestra vida! Y no ha sido ilusión de mi cariño, ni interés en cosa propia, ni siquiera la alabanza de la muerte del difunto; es lo que repiten hoy los hechos de vuestra existencia que no ha podido pasar desapercibida, porque la habéis consagrado toda en bien de las almas, y vuestras favorecidas no pueden menos de hablar.
Yo la última de vuestras hijas sé, que, apenas contabais la edad de tres y cuatro años dejabais edificados y absortos a cuantos o contemplaban postrada ante la S.ma Virgen del Romero, en vuestra ciudad de Cascante con vuestras manecitas plegadas sobre el pecho, cual ángel que a la tierra hubiera descendido para inspirar a los hombres deseos del cielo.
Tres años después os contemplo ya en Madrid, al lado de vuestra virtuosa tía Dª Eulalia, visitando los hospitales, y enseñando el catecismo a los pobrecitos, y os admiro Madre mía, cuando, ansiosa de entregaros a tan santas tareas ibais de puntillitas a ver si terminaba la siesta de Dª Eulalia, quedándoos a los pies de su cama hasta que despertara, con vuestro rosario en la mano, como si lo deseos de vuestro celo, sólo pudiera contenerlos la oración.
Sé que a los doce años andabais ya entre jóvenes, estableciendo en Carabanchel la Congregación de Hijas de María, y andando de casa en casa, si era preciso, para que las que a ella pertenecían, confesasen y comulgasen con vos todos los meses. Sé que en Madrid y en Cascante, fundabais Escuelas dominicales, atrayendo a las jóvenes dulcemente para inspirarles el amor de Dios, y conquistarlas para Él, porque, Dios fue siempre el último amado de vuestro corazón.
Más tarde os contemplo, Madre mía, adornada con todos los atractivos del talento y de la virtud, con todos los encantos y con todas las galas de la juventud, y unidas tantas gracias a vuestra posición social, parece que el risueño porvenir que ante vos se ofrecía podía haberos fascinado, siquiera detenido en el camino del Señor, y no obstante, fue entonces cuando renunciando a él por completo y rompiendo cuantos lazos os ataban al mundo vinisteis a ofrecer vuestra existencia toda, al servicio de las jóvenes sirvientas, fundando casas que son santas y afortunadas viviendas para ellas y un Instituto dedicado exclusivamente, a la protección, a la guarda y salvación de esas almas.
Tampoco tuve la dicha de estar a vuestro lado y contemplar vuestra grande alma, cuando esperando sólo en Dios tuvisteis que sufrir las contrariedades indecibles que trae consigo la fundación de un Instituto y la formación de sus miembros, debiendo vos nutrir su espíritu y fortalecerles mientras el vuestro se hallaba combatido por vientos y tempestades, y siempre con la sonrisa en los labios ir manteniendo la alegría y seguridad de vuestras hijas, a la par que encendíais con la ternura y el amor de vuestro corazón, la ternura y el amor con que se aman entre sí, las Hermanas de esa nueva familia que tienen la dicha de llamaros Madre y Fundadora.
Aunque nada de esto supiera, con sólo lo que en vuestra última enfermedad y muerte he presenciado, claramente lo hubiera deducido, porque la muerte es el eco de la vida; o sea, como es la vida es la muerte. ¡Vuestra muerte! Indicio de ser preciosa fue un tan meritorio preludio, la penosa enfermedad que a los 43 años ha conducido a esta amada Madre al sepulcro, mas de ella puede decirse que en poco tiempo anduvo una larga carrera, y cuando el Esposo llamó a su puerta, la halló velando, y adornada y enriquecida de méritos y virtudes.
Ocho meses de continuos padecimientos no han bastado a hacerla perder ni un punto la conformidad, la paciencia, y hasta la alegría santa con que recibía de la mano amorosa del Señor los dolores, y los sufrimientos más intensos, según confirmaba el Doctor que la ha asistido, no así la víctima del sufrir, la cual, según varias veces repetía, era poco lo que sufría y daba por ello continuas gracias.
Un día, entre otros, recuerdo que dijo: -«¡Qué mala he sido y cuán ingrata para con Dios! El sólo me ha hecho beneficios, ¡y yo tan pecadora! Él atrayéndome a sí con misericordia, ¡y yo tan infiel! Todo lo ordena el Señor para mi santificación, y no sé aprovecharme, no obstante -añadió con la sencillez de una niña- conozco que durante esta enfermedad me he mejorado un poquito».
Sin duda por esto, nunca quiso pedir al Señor la salud, aunque mucho insistimos en ello sus hijas, un día que se lo mandaron, lo hizo por obedecer; le acercamos el Niño Jesús que tenía en su cuarto, y sonriéndose dulcemente estuvo largo rato haciendo la petición, revelando luego a una de las Madres que estaban a su lado, en que forma lo había hecho. «Le he dicho al divino Niño, -dijo- que si quiere que viva para trabajar por su gloria, me conceda la vida y dos horas diarias para ello, las demás horas del día que me deje sufrir los dolores de la enfermedad.»
Como tenía junto a su habitación el oratorio, quería con frecuencia que abriéramos la puerta que al mismo comunica, y todas pudimos contemplarla haciendo su oración, con semblante más de serafín que de ser humano.
Aunque no podía todos los días asistir realmente al Santo Sacrificio de la Misa, en espíritu ninguno dejaba de oírla[2], fijándose con admirable atención, a pesar de sus dolencias.
Tenía sumo cuidado de que las enfermeras que la asistían no perdieran ningún acto de Comunidad, y como éstas unas veces ocupadas y otras preocupadas no se apercibieran alguna que otra vez de la campana que hacía la señal, nuestra amada Madre era la que avisaba y quería que se dejase todo, e hiciesen el examen, oración, rosario, o lo que fuese con puntualidad, empeño y devoción posible.
Aún el último día de su vida ofreció las obras de él, y como quiera que le fuese imposible articular las palabras, se puso a decirlo la Madre que estaba a su lado, la cual con la angustia de verla padecer, abreviaba alguna vez y enseguida enmendaba nuestra Madre lo que por no fatigarla se había suprimido, sin que nada pasase desapercibido para ella.
Una hora y media antes de morir, advirtió que la campanera no tocaba al examen y dijo: «Hoy ¿no se toca al examen?». Habían pasado en el reloj de Madre, dos minutos de la hora acostumbrada.
Desde el día de la Inmaculada, aumentaron grandemente sus dolores, no podía recostarse, y por consiguiente tampoco podía descansar, no obstante, para mantenerse en una santa alegría, cantaba algunas coplillas que componía ella misma, y preguntada por qué lo hacía, y se cansaba cantándolas, contestó que para alabar a Dios y a la Virgen, y consolar y animar de alguna manera a sus hijas.
El día de Noche Buena mandó a una de las Madres que de su parte dijera a las Novicias que no perdieran la alegría espiritual, y al ver que no se cantó en la Misa: «¿Cómo? – dijo – ¿Cómo no se han cantado al Niño unos villancicos?» Pidió al Señor que le conservara la vida hasta pasada aquella fiesta, diciendo: «Sería para mi Comunidad muy triste tenerme de cuerpo presente el día de Navidad».
Durante la noche del 25 al 26, fueron tantos sus sufrimientos, que la obligaban a cambiar de postura a cada momento, y esto con el ahogo le producía un dolor y fatiga grande; mas como era tanto su afán de padecer, aceptando de la mano del Señor cuanto quisiere enviarle, tuvo un momento de verdadera aflicción creyendo que no sabía conformarse con el divino beneplácito puesto que buscaba en el cambio de postura lo que más la aliviaba.
Pidió varias veces y con más vehemencia, la Comunión, más, como quiera que había sido ya Viaticada y la recibía diariamente, no pudieron dársela hasta cerca de las 5. Después de ella puede decirse que fueron aumentando sus padecimientos. Una de las Madres se acercó a ella y le dijo: «Madre mía, ahora voy yo a comulgar y le pediré a Ntro. Señor que mitigue un poco sus dolores». «Oh, no, no» contestó con viveza la enferma, «no, no, pídale que me dé su gracia para sufrirlos bien; ¿qué importa esto? Tengo a Dios dentro de mí ¿qué otra cosa mejor puedo desear?».
A las 7 de la mañana le dijo la misma Madre: «Madre mía, es la hora de guardia» y entendiendo ella que la Madre se refería a la suya propia, señalándose a sí con el dedo, y con una cara muy alegre dijo, con la expresión mejor que con las palabras, pues apenas se le entendía: «la mía! la mía!». Le acercó la Madre una imagen del S. Corazón de Jesús y empezó su última hora de guardia, después de la cual recomendó a la misma que extendiese esta devoción y cuantas prácticas contribuyen al mayor conocimiento y amor del Corazón de Jesús.
Lo restante de aquella mañana la pasó dando a cuantas nos acercamos a ella, muestras de su dulce caridad y amor, y haciendo que aproximásemos el oído a sus labios, depositaba en nuestro corazón las últimas palabras que del suyo salían, inflamadas en el amor de Dios, y en el ardiente deseo del bien de nuestras almas.
A las 11 dijo a sus dos Consiliarias[3] que estaban a su lado haciendo vanos esfuerzos para contener sus lágrimas: «Me van a encoger el corazón… ¿Creen que yo no siento el separarme? pero, Dios lo quiere! y ya saben lo que yo deseo que queden alegres y dispuestas a todo». Una de ellas dijo entonces suspirando: «Ay, Madre mía! ¡alegres!» La otra más para consolarla que por pensar en aquel momento que pudiera volver a tener alegría, le dijo: «Sí, Madre mía, vamos a estar muy alegres en Dios!». La enferma no contestó de pronto, mas prosiguió al cabo de un rato: «¡Qué consuelo tan grande me ha dado con lo que me ha dicho! ¡sí! tienen que estar muy alegritas y dar sus premios, hacer sus funcioncitas, pues estos ayuda para conservar y atraer nuestras pobres chicas.»
Poco a poco fueron acabando sus fuerzas. A la 1 ½ de la tarde, debió comprender que era llegada la hora; movió la mano como para bendecirnos, y al mismo tiempo despedirse de nosotras con un gesto tan expresivo, que dijo mejor que con palabras, que era terminada su carrera en aquel momento. Tomó en sus trémulas manos el crucifijo y una fotografía de la Virgen que tenía siempre sobre su cama, las acercó a su pecho, inclinó su cabeza sonriendo y dicha la jaculatoria: «Jesús, María y José estad conmigo los tres» voló su alma al Cielo por el que tanto había suspirado.
Sólo bendecir a Dios en medio de nuestra pena, y vuestro santo recurso, Madre mía, pueden en estos momentos confortarnos y sostenernos.
Vos desde la gloria nos veis a todas alrededor de vuestro venerable cadáver derramando amargas lágrimas porque al deciros: ¡Madre! ya no nos respondéis como solíais. Esperamos que vos nos alcanzaréis el aliento enviándonos una gota de consuelo y nos levantaremos de ahí para proseguir vuestra obra, y así como vos sacrificasteis por ella hasta el último instante de vuestra existencia así queremos nosotras dar gloria a Dios y al Instituto santificándonos en él, y sabiendo amar a costa de nuestra vida, las sirvientas que el Señor nos encomiende, que son todas las que quieren pertenecer a sus Colegios; así probaremos, madre mía, que somos vuestras hijas si seguimos vuestras huellas.
La última de las Novicias del Servicio doméstico de María Inmaculada.
Madrid 28 de Diciembre de 1890
[1] Nota de María Herminia: Autógrafo de la Madre María de la Concepción [Anita] Marqués y Puig. Escrito en 14 hojas de papel de carta rayado, numeradas. (Las hojas son la mitad de un pliego). Está escrito completamente la página numerada de cada una de las hojas, al reverso está en blanco.
[2] Posiblemente se refiere a los días que no tenían Misa en el Oratorio y la Santa oía desde la cama la que se celebraba en la Capilla. O tal vez en lo últimos días la del Oratorio la decían sin abrir la puerta de la habitación dada la gravedad de la enferma.
[3] M. María Teresa Orti y Muñoz y M. María Isabel Méndez Casariego.