Quisiera indicar tres “lugares” en los que la paciencia toma forma concreta.
La primera es nuestra vida personal. Un día respondimos a la llamada del Señor y, con entusiasmo y generosidad, nos entregamos a Él. En el camino, junto con las consolaciones, también hemos recibido decepciones y frustraciones. A veces, el entusiasmo de nuestro trabajo no se corresponde con los resultados que esperábamos, nuestra siembra no parece producir el fruto adecuado, el fervor de la oración se debilita y no siempre somos inmunes a la sequedad espiritual. Puede ocurrir, en nuestra vida de consagrados, que la esperanza se desgaste por las expectativas defraudadas. Debemos ser pacientes con nosotros mismos y esperar con confianza los tiempos y los modos de Dios: Él es fiel a sus promesas. Ésta es la piedra base: Él es fiel a sus promesas. Recordar esto nos permite replantear nuestros caminos, revigorizar nuestros sueños, sin ceder a la tristeza interior y al desencanto. Hermanos y hermanas: La tristeza interior en nosotros consagrados es un gusano, un gusano que nos come por dentro. ¡Huyan de la tristeza interior!
El segundo lugar donde la paciencia se concreta es en la vida comunitaria. Las relaciones humanas, especialmente cuando se trata de compartir un proyecto de vida y una actividad apostólica, no siempre son pacíficas, todos lo sabemos. A veces surgen conflictos y no podemos exigir una solución inmediata, ni debemos apresurarnos a juzgar a la persona o a la situación: hay que saber guardar las distancias, intentar no perder la paz, esperar el mejor momento para aclarar con caridad y verdad. No hay que dejarse confundir por la tempestad. En la lectura del breviario de mañana hay un pasaje hermoso de Diadoco de Foticé sobre el discernimiento espiritual, que dice: “Cuando el mar está agitado no se ven los peces, pero cuando el mar está en calma, se pueden ver”. Nunca podremos tener un buen discernimiento, ver la verdad, si nuestro corazón está agitado e impaciente. Jamás. En nuestras comunidades necesitamos esta paciencia mutua: soportar, es decir, llevar sobre nuestros hombros la vida del hermano o de la hermana, incluso sus debilidades y defectos. Todos. Recordemos esto: el Señor no nos llama a ser solistas ―en la Iglesia ya hay muchos, lo sabemos―, no, no nos llama a ser solistas, sino a formar parte de un coro, que a veces desafina, pero que siempre debe intentar cantar unido.
Por último, el tercer “lugar”, la paciencia ante el mundo. Simeón y Ana cultivaron en sus corazones la esperanza anunciada por los profetas, aunque tarde en hacerse realidad y crezca lentamente en medio de las infidelidades y las ruinas del mundo. No se lamentaron de todo aquello que no funcionaba, sino que con paciencia esperaron la luz en la oscuridad de la historia. Esperar la luz en la oscuridad de la historia. Esperar la luz en la oscuridad de la propia comunidad. Necesitamos esta paciencia para no quedarnos prisioneros de la queja. Algunos son especialistas en quejas, son doctores en quejas, muy buenos para quejarse. No, la queja encarcela. “El mundo ya no nos escucha” ―oímos decir esto tantas veces―, “no tenemos más vocaciones”, “vamos a tener que cerrar”, “vivimos tiempos difíciles” —“¡ah, ni me lo digas!…”—. Así empieza el dúo de las quejas. A veces sucede que oponemos a la paciencia con la que Dios trabaja el terreno de la historia, y trabaja también el terreno de nuestros corazones, la impaciencia de quienes juzgan todo de modo inmediato: ahora o nunca, ahora, ahora, ahora. Y así perdemos aquella virtud, la “pequeña” pero la más hermosa: la esperanza. He visto a muchos consagrados y consagradas perder la esperanza. Simplemente por impaciencia.
La paciencia nos ayuda a mirarnos a nosotros mismos, a nuestras comunidades y al mundo con misericordia. Podemos preguntarnos: ¿acogemos la paciencia del Espíritu en nuestra vida? En nuestras comunidades, ¿nos cargamos los unos a los otros sobre los hombros y mostramos la alegría de la vida fraterna? Y hacia el mundo, ¿realizamos nuestro servicio con paciencia o juzgamos con dureza? Son retos para nuestra vida consagrada: nosotros no podemos quedarnos en la nostalgia del pasado ni limitarnos a repetir lo mismo de siempre, ni en las quejas de cada día. Necesitamos la paciencia valiente de caminar, de explorar nuevos caminos, de buscar lo que el Espíritu Santo nos sugiere. Y esto se hace con humildad, con simplicidad, sin mucha propaganda, sin gran publicidad.
Contemplemos la paciencia de Dios e imploremos la paciencia confiada de Simeón y también de Ana, para que del mismo modo nuestros ojos vean la luz de la salvación y la lleven al mundo entero, como la llevaron en la alabanza estos dos ancianos.