32 años después…

Hace unos días tuve la oportunidad de vivir una buena experiencia, doblemente agradable; por un lado, me reencontré con amigas de juventud que hacía muchos años que no veía y por otro, volví a entrar en la residencia donde nos conocimos, en la que fue nuestra casa recién llegadas a la universidad. 

 

El cambio del instituto a la universidad es importante, no sólo a nivel académico, sino también porque para algunos universitarios, como era nuestro caso, supuso alterar profundamente el modo de vida, dejar la casa paterna para vivir en otra ciudad, lejos de la familia; esto hace que, de alguna manera, las nuevas compañeras de viaje asuman ese papel de familia, convirtiéndose en hermanas y madres, y la residencia, en casa, el nuevo hogar.

 

Fue sensacional volver a recorrer los rincones de ese hogar. A pesar de que la zona de las habitaciones ha cambiado considerablemente (las reformas han puesto muros donde había puertas, baños donde había armarios y armarios donde estaban las camas), aún se mantienen las salas de estudio, de TV, comedor, … No os imagináis con qué alegría recorríamos todas las estancias; a pesar de los cambios, aún retumbaban en nuestros oídos las carrerillas por los pasillos, las risas del comedor, la campana para llamar a la residente afortunada que tenía una persona esperando en la entrada o en el auricular del teléfono (hablamos de una época en la que no existían los móviles ni las redes sociales…).

 

Muchos elementos son imborrables, como ocurre con la corchera de la entrada donde estaban las fichas con la foto de todas y cada una de las residentes; es algo que quienes vivimos esa etapa recordaremos siempre. Aprovecho para mencionar a personas también imborrables, como Resu, Dominica, Hna. Ana María Pozo, Luisa Esther, Inés, Hna. Rosa Borrego y Pilar Simón… y tantas otras hermanas que ahora no están aquí, porque fallecieron o porque viven en otras casas de la Orden. Vaya para todas ellas un cariñoso abrazo, estén donde estén. Hay que reconocer la inmensa paciencia que las monjas tenían con nosotras; mantener el orden entre un grupo de más de doscientas chicas de entre 18-22 años tiene mucho mérito.

 

Hoy, con la perspectiva que da el paso del tiempo, vemos que fue una gran experiencia, muy positiva en muchos aspectos y damos las gracias a nuestros padres por hacer posible que la viviéramos. Ya con 50 años, algunas de nosotras tenemos hijos en edad universitaria que también han tenido que desplazarse fuera para estudiar y, por supuesto, han ido a una residencia universitaria para vivir esa etapa.

 

Por último, agradecer enormemente la acogida de las hermanas que aún continúan viviendo en Valladolid; ellas hicieron de la visita un momento muy emotivo y feliz.

 

 

Grupo de residentes del año 1986